Sólo hay una Tuber melanosporum, también conocida como trufa negra. Una joya escondida bajo tierra de cualidades únicas, aromas intensos y sublime sabor que se camufla bajo un aspecto muy poco atractivo. Llega con el frío y, cuando las setas desaparecen con las primeras heladas, ella cobra todo su esplendor.
Del género tuber se conocen hoy más de cincuenta especies diferentes, entre ellas la Tuber brumale (trufa magenta) y la Tuber aestivum (trufa de verano). Ambas se encuentran también en España y, sin carecer de interés gastronómico, no tiene parangón con la auténtica trufa negra. Ésta última por cierto, con una borrascosa historia.
Griegos y romanos la ensalzaron como producto sibarita mientras que la llegada de la Edad Media la redujo a la clasificación de alimento maléfico. El Renacimiento la rescató de este periodo oscurantista para restituirle protagonismo en las mesas más egregias. Un puesto que no ha dejado de ocupar hasta nuestros días.
La base de robles, quejigos, avellanos, tilos y encinas son el hábitat natural de este cotizado hongo que crece bajo tierra y se detecta con perros adiestrados.
En Graus (Huesca), Vic (Barcelona), Mora de Rubielos (Teruel) y Morella (Castelló) se negocia la mayor parte de la producción trufera de nuestro país que alcanza una media anual de 30 toneladas, incluida la obtenida mediante truficultura.
La melanosporum admite altas temperaturas y es muy preciada en cocina. Envuelta en papel de plata y asada sobre las brasas, o bien, cruda en finas láminas son las mejores opciones para disfrutarla, aunque también hará un excelente papel en revueltos, sopas y preparación de carnes y patés.
- – Vinos: En guisos con trufa negra, será recomendable un tinto potente. Al natural, armonizará mejor con un blanco fermentado en barrica.
- – Imitaciones: de aspecto externo similar a la melanosporum, la ‘himalayense’ o ‘china’ es más barata pero de ínfima calidad.
- – A domicilio
- – Un restaurante