3 de marzo de 1707 · Muere Aurangzeb, el último de los grandes mogoles digno de este título. Tras él vendrá la decadencia y la dominación extranjera.
El título de Gran Mogol de la India despertaba toda clase de fantasías en Europa a partir del siglo XVI. Emperador de un país inmenso y lejano, príncipe de fabulosas riquezas que se adornaba con las mayores piedras preciosas, cabalgaba elefantes y se sentaba sobre el Trono del Pavo Real, rodeado de esposas, lujo, crueldad y refinamiento, así se concebía al soberano indio por lo que contaban los viajeros y los misioneros jesuitas. La realidad es que era cierto. Los grandes mogoles fueron verdaderamente grandes durante dos siglos, seis reinados. Después, tras la muerte del sexto gran mogol, durante siglo y medio empequeñecieron a la misma velocidad que aumentaba el poderío de Inglaterra en la India. La Honorable Compañía inglesa tuvo a muchos grandes mogoles como marionetas y, finalmente, la corona británica, tras la Guerra de los Cipayos, depuso al último emperador mogol y asumió la soberanía en 1858.
El primer gran mogol, Muradín Mohamed, fue un rey sin corona del Asia Central. Había nacido en Uzbequistán, empezó a reinar allí a los 12 años y era un poderoso guerrero al que llamaban Babur, el Tigre, que es como le conoce la Historia. Pero perdió su trono y tuvo que buscarse otro. Saldría ganando.
A principios del siglo XVI se apoderó de Afganistán y en 1526 marchó sobre la India con un ejército de 12.000 soldados de fortuna mongoles, turcos, persas y árabes. Su ejército de aventureros hablaba una jerga mezcla de todas sus lenguas, el urdú, que se convertiría en lengua oficial de su reino y actualmente lo es de Pakistán, pero eran disciplinados, feroces y ansiosos de botín. Fácilmente derrotaron a los 100.000 soldados del sultán musulmán de Delhi, y a los 200.000 del soberano hindú Rana Sanga. Las cifras son seguramente falsas, pero el caso es que en dos años Babur, el Tigre, se hizo el amo de todo el norte de la India y estableció allí un auténtico imperio. En recuerdo de su legendario bisabuelo Tamerlán, el caudillo mongol conquistador de media Asia, tomó el nombre de Gran Mogol.
Todo esto le dio tiempo a hacerlo antes de los 48, pues Babur murió a esa edad, pasando el trono a su hijo Humayún. El segundo gran mogol también conoció la amargura de perder el trono. Un invasor afgano le arrebató su imperio y tuvo que refugiarse en Irán, hasta que 11 años después logró recuperarlo. Sin embargo, aquel exilio sería un ejemplo de desgracia que acarrea un bien. En la corte del sah de Persia Humayún encontró un mundo de cultura y refinamiento que le cautivaría, aunque ese mundo sufrió una catástrofe cuando el sah se convirtió al fundamentalismo islámico. Con una aplicación rigurosa del Corán, el sah prohibió el arte de la pintura, el más bello florón de la cultura iraní. Humayún se llevó entonces a la India a siete grandes pintores persas, que puestos al frente de 100 artistas indios crearían la exquisita escuela de pintura mogola, cuyo resplandor ilumina ahora Madrid (véase recuadro).
Índice
Akbar
Con Humayún, por tanto, el imperio del gran mogol se convirtió en algo más que una potencia militar, un emporio de arte y cultura. Significativamente, aquel descendiente de Tamerlán que había luchado en tantas batallas murió al caerse por la escalera de una biblioteca que había fundado. Su tumba es una de las obras más hermosas de la arquitectura india, prefigura el Taj Mahal.
El hijo de Humayún, Akbar, fue el tercer gran mogol, el más grande de todos. No solo fue un gran guerrero como su abuelo, no solo fue un mecenas de las artes y las ciencias, como su padre, y él mismo un prolífico literato, sino que fue un magnífico gobernante, creó un eficaz aparato administrativo, que se convertiría en la auténtica base del poderío del gran mogol, y encabezó una activa política de asimilación de sus súbditos de religión hindú para convertirse en el soberano de todos los indios. Animó los matrimonios mixtos, tomando él mismo varias esposas hindúes; abolió el impuesto que, como en todos los países islámicos, tenían que pagar los no musulmanes; promovió la construcción de numerosos templos hindúes, participando él mismo en ceremonias hinduistas y, finalmente, creó una nueva religión sincrética, llamada din-i-ilahi (fe divina), aunque este gran proyecto integrador no le sobrevivió. También intentó introducir reformas sociales, procuró mejorar la condición de las mujeres, animando a que las viudas volvieran a casarse (la costumbre hindú era quemar a la viuda en la pira funeraria del marido) y oponiéndose a los matrimonios infantiles.
Durante el medio siglo que siguió a la muerte de Akbar en 1605, reinaron dos emperadores, Yajanguir y Sah Yaján, que no alcanzarían el renombre de su antecesor, pero el imperio mogol era una máquina potente de prosperidad económica, estabilidad política y resplandor cultural, con especial desarrollo de la pintura y la arquitectura. Precisamente el monumento más famoso de la India, el Taj Mahal, fue obra de Sah Yaján para albergar los restos de su esposa amada, Mumtaz Mahal. Contemplar la belleza del mausoleo fue la única cosa buena que le sucedió a Sah Yaján en los últimos nueve años de su vida, pues los pasó encarcelado, aunque desde su celda podía ver el Taj Mahal. Esa fue la consideración que obtuvo por haberse rendido sin presentar resistencia a su hijo Aurangzeb, cuando este decidió arrebatarle la corona a su padre.
El último grande
Aurangzeb es un personaje digno de una tragedia shakespeariana, preso de una ambición de poder que le llevaría a matar a sus hermanos y rebelarse contra el padre para apoderarse del Trono del Pavo Real. Se le considera el último gran mogol porque con él se logró la mayor expansión territorial del imperio mogol, pero fue a costa de guerras constantes. Si no se puede tener simpatía por alguien que somete a su país y a los vecinos a tan prolongada sangría, peor aún fue su gobierno interior, hecho de intolerancia y terror.
Fue la antítesis del añorado Akbar, un musulmán fanático que persiguió a las demás religiones y destruyó numerosos templos hindúes. Las mezquitas que levantó sobre las ruinas de estos han sido causa de conflictos sangrientos entre las dos religiones hasta la actualidad, esa es la herencia de Aurangzeb. Su fundamentalismo islámico le llevó a vivir de forma ascética, despreciando las artes y la belleza. No construyó nada, pues necesitaba el dinero para sus guerras.
Durante 50 años reinó poderoso desde Afganistán al sur de la India, pero esa existencia perversa preparó el final de la grandeza mogola. Tras su muerte en 1707 vendría el Diluvio. El último pequeño mogol, Bahadur Shah II, expulsado de la India por los ingleses en 1858, tan buen poeta como desafortunado gobernante, expresó su triste suerte en versos:
“Para nadie soy la luz de sus ojos / ni el solaz de su corazón; incapaz / de atender a sus necesidades / soy solamente una mota de polvo”.