Las otras Giocondas

Florencia y Milán, entre 1474 y 1506 · Leonardo da Vinci pinta sus tres grandes retratos femeninos: Ginevra de Benci, La dama del armiño y la Gioconda.

El redescubrimiento de la Gioconda del Prado, ahora atribuida al propio taller de Leonardo da Vinci y contemporánea de la original, ha llamado una vez más la atención mediática sobre el retrato más famoso del mundo. Leonardo encarna como nadie el genio renacentista, pero la pintura era una actividad secundaria para él, aunque alcanzase la excelencia en ese arte. Pintó muy poco, pues fundamentalmente era un ingeniero y un inventor; solamente se conservan unos 15 cuadros suyos, entre ellos cinco retratos femeninos y uno masculino, aunque sobre tres planean dudas de que fuesen de la mano de Leonardo.

Los tres auténticos por encima de toda duda son, por orden de creación, Ginevra de Benci,La dama del armiño y La Gioconda. Estas tres pinturas son declaraciones de amor, pero lo paradójico es que la más notable, la archifamosa Gioconda, no tiene prácticamente historia que contar, su anécdota es banal. Un marido encargó a Leonardo un retrato de su querida esposa, pero eran simples burgueses de los que había a millares en las prósperas ciudades italianas del Renacimiento, fuera del célebre retrato no dejaron rastro en el libro de la Historia. Todo lo contrario de esos dos sugestivos personajes que son Ginevra de Benci y la Dama del armiño.

Ginevra de Benci pertenecía a una familia patricia florentina, la aristocracia de banqueros al estilo de los Medici. En el momento de máximo esplendor de Florencia, en los tiempos de Lorenzo, el Magnífico, tenía fama de ser la mujer más hermosa de la ciudad. Cuando tomó el poder el fraile dominico Savonarola e impuso una dictadura teocrática y puritana como reacción al lujo y la depravación de los Medici, se celebró un peculiar auto de fe en la plaza de la Señoría. No se quemaron herejes, sino los símbolos del mal, según el fanático Savonarola: libros, obras de arte, instrumentos de música y de juego, objetos de lujo, perfumes y retratos de las bellas, las mujeres más deseadas de Italia, entre ellos un retrato de Ginevra que obviamente no es este de Leonardo.

Sin embargo Ginevra de Benci no era solo una cara bonita, sino que respondía al ideal renacentista de donna docta, mujer instruida. Tenía una educación exquisita, entendía de arte y filosofía, sabía tocar música y era una poetisa celebrada, todo ello en consonancia con la leyenda que Leonardo pintó en el reverso del retrato: “Virtute forma decorat” (“La belleza adorna la virtud”).

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Enebro, palma y laurel.

Ginevra fue casada a los 16 años con un hombre mucho mayor, Luigi Niccolini, un típico matrimonio de conveniencia urdido por las ambiciosas familias, sin embargo protagonizó una historia de amor platónico con un notable humanista de la época, Bernardo Bembo, un patricio veneciano que había llegado a Florencia como embajador de la Serenísima República. El propio Bernardo hizo alarde de su enamoramiento participando en un torneo en el que proclamó a Ginevra su dama, y tan notables fueron estos amores que cuatro poetas, incluido el propio Lorenzo, el Magnífico, los idealizaron en una competición de poemas petrarquianos.

Existe la teoría de que no fue la familia de Ginevra quien encargó a Leonardo este retrato, sino el amante Bernardo Bembo, para tener siempre cerca de él a su amada. El indicio más claro de esto es que en el reverso del cuadro están pintadas una palma y una rama de laurel que rodean una ramita de enebro. El nombre de Ginevra deriva de ginepro (enebro en italiano), mientras que la palma y el laurel formaban parte del escudo de los Bembo, de modo que la alusión a Ginevra y Bernardo es meridiana.

Al contrario que Ginevra de Benci, Cecilia Gallerani no pertenecía a la aristocracia, aunque era como ella una donna docta, y en grado sumo. Fue su excelencia intelectual lo que la llevó a la corte de Ludovico el Moro, duque de Milán, pues se la comparaba con las mujeres que destacaron en la Antigüedad, como Aspasia de Mileto, la filósofa maestra de Pericles, o Asiotea, la alumna de Platón, y la apodaban la Musa por sus dotes para la poesía y la música. Escribía tanto en italiano como en latín, y Matteo Bandello llegaría a calificarla de “gran lume de la lingua italiana” (“Gran luz de la lengua italiana”).

Como además era muy joven y muy hermosa, también conquistó el corazón de Ludovico, el Moro, que la convirtió en su amante. Ludovico se hallaba prometido con Beatrice d’Este, hija del duque de Ferrara, y estaba a punto de celebrarse la boda, pero la pasión del Moro por Cecilia le hizo retrasar una y otra vez la ceremonia, provocando casi un conflicto diplomático. La boda se celebró al fin, pero fue Cecilia quien hizo padre a Ludovico muy poco después, dando a luz un niño que bautizaron Cesare.

El soberano de Milán le regaló tierras y palacios a Cecilia, y le dio un título casándola con un noble, el conde de Bergamino. Y por supuesto la hizo retratar por Leonardo da Vinci, que había entrado a su servicio. Leonardo quiso hacer aparecer al amante en el retrato de su amada con una referencia simbólica, como había hecho en el reverso del de Ginevra de Benci, aunque esta vez no se fue a la parte de atrás. Los que conocían más íntimamente a Ludovico le llamaban Ermelino (“armiño” en italiano), y Leonardo pintó a Cecilia acunando en su regazo a un armiño al que acaricia, por eso se llama a este cuadro La dama del armiño.

La pintura causó sensación desde el primer momento por su expresividad y movimiento, por la vida que tenía la modelo, lejos del hieratismo de los retratos de perfil florentinos, todo ello nuevo en aquella época, lo que llevó al poeta de la corte milanesa, Bellincioni, a dedicarle un soneto, cuyos versos finales dicen: “Dale las gracias pues a Ludovico, o bien /
al ingenio y la mano de Leonardo, / que te permiten participar de la posteridad. /
Quienes la vean, por más tiempo que haya pasado / dirán al verla viva: así nos basta”.

Símbolo de Polonia

Si la nueva Aspasia entró con su retrato en la Historia del Arte, como refleja el poeta, el objeto en sí, el cuadro, iba a hacerlo durante los dos últimos siglos en la Historia de Polonia, convirtiéndose en una especie de símbolo de su conflictivo destino. En 1795 la vieja nación polaca había sido borrada del mapa con la Tercera Partición entre Rusia, Prusia y Austria. Sin embargo, el espíritu nacional se mantenía inquebrantable, y sobrevivía una aristocracia polaca ilustrada y patriota, que contribuía a mantenerlo vivo.

Una de estas nobles ilustradas, la princesa Izabela Czartoryska, creó en una de sus posesiones, la Casa Gótica de Pulawy, el primer museo polaco, abierto al público en 1801, dedicado a preservar la conciencia nacional polaca. Allí se expuso La dama del armiño, que el hijo de la princesa había adquirido hacía poco en Italia, no se sabe cómo. El museo se mantuvo como un foco de patriotismo durante la breve etapa de recuperación de la independencia, cuando Napoleón creó en 1807 el Gran Ducado de Varsovia, y sobrevivió pese a la posterior dominación rusa, pero cuando se produjo en 1830 la insurrección nacional contra Rusia, los príncipes Czartoryski tuvieron que huir de Polonia, y se llevaron todas sus obras de arte a París.

Allí permanecieron como exilados, en un palacio de la Île de Saint Louis, durante 40 años, hasta que en 1870 tuvo lugar la debacle del II Imperio francés en la guerra franco-prusiana y la revolución de la Comuna. En vista de cómo estaban las cosas en Francia, los Czartoryski decidieron volver a Polonia, a la zona controlada por Austria, donde los polacos eran mejor tratados que en la zona rusa. Allí, en Cracovia, volvieron a abrir otro museo en 1876, el Museo Czartoryski, hasta que fue preciso evacuar las obras de arte por la Primera Guerra Mundial. Para proteger a Cecilia Gallerani, el príncipe Czartoryski la emparedó en su castillo, y allí estuvo oculta hasta que en 1920 pudo regresar a Cracovia, ahora parte de la nueva República Polaca independiente.

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