Unión Soviética, 22 de junio de 1941 · El ejército alemán se lanza a la invasión de Rusia, barriendo a las tropas soviéticas.
Cuando le dijeron a Stalin que Alemania había invadido Rusia, literalmente no se lo podía creer. Unas horas antes del ataque, un soldado alemán de ideología comunista había desertado y, cruzando a nado el río Pruth, avisó a los rusos de la inminente ofensiva. Stalin ordenó fusilarlo, convencido de que era un provocador. Y cuando el mariscal Zhukov, jefe de Estado Mayor del Ejército Rojo, le comunicó por teléfono la tremenda noticia del ataque alemán, el hombre que hacía temblar a Rusia con una mirada se quedó sin palabras, mudo de pánico. Tras un rato de silencio insoportablemente largo, Zhukov se atrevió a insistir, “¿entiende lo que le digo?”, como si hablara con un viejo que chochea.
La víspera del ataque había sido un día lleno de presagios. Aparte del aviso del desertor, el comisario de Comercio Exterior, AnastasMikoyan, advirtió que los barcos mercantes alemanes en puertos soviéticos habían recibido orden de zarpar inmediatamente, interrumpiendo la carga o descarga. Las familias de los diplomáticos germanos habían abandonado Moscú en masa, y de la Embajada del Reich surgían columnas de humo, indicio de que estaban quemando los archivos. El alto mando militar tenía preocupantes noticias de ruido de motores y chirriar de cadenas al otro lado de la frontera, y solicitó a Stalin poner en estado de alarma a las tropas de primera línea, pero este lo prohibió.
Ese día hubo otra clase de señal que los creyentes considerarían un aviso del cielo, pues a las 10 de la noche estalló una terrible tormenta sobre Moscú. Sin embargo, Stalin no atendió ningún indicio, incluso bajó la guardia más que de costumbre. Era un noctámbulo que usualmente permanecía en su despacho hasta el amanecer. Si hubiera seguido su rutina, el ataque alemán le habría pillado en el puesto de mando, pero esa noche se retiró a las 2 de la mañana, y además se fue a dormir fuera del Kremlin, a su aislada dacha en el campo. Allí le despertaría la llamada telefónica de Zhukov.
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La obsesión de Stalin
Stalin sabía que el conflicto con el III Reich era inevitable, y quería ganar tiempo para prepararse, consciente de la superioridad alemana. Su estrategia requería una política de indignidades, como el Pacto Germano-soviético, que repartió Polonia, y además sería inútil, pues Hitler no le dio tiempo para reforzarse.
Lo malo es que en una dictadura personal y de terror como era el estalinismo, nadie se atrevía a contrastar o criticar las ocurrencias del máximo dirigente. Stalin confundía sus elucubraciones con la realidad, y por eso se negó a aceptar las evidencias de lo que iba a pasar, obsesionado sobre todo por no caer en una “provocación” que adelantase el conflicto. Sus corifeos reforzaban su ceguera, Molotov decía horas antes de la invasión: “Sólo un loco nos atacaría”.
Incluso cuando la incómoda realidad le estalló entre las manos, cuando a las 3.15 de la madrugada del domingo 22 de junio miles de cañones alemanes abrieron fuego, Stalin se negó a aceptarla, pensaba que era un incidente que se le había ido de las manos a Hitler, o que se trataba de una forma de presionar especialmente ruda, pero no de la guerra de verdad, porque los alemanes, tan formalistas, la habrían declarado… Ordenó al mariscal Timoshenko que el Ejército Rojo rechazara los ataques, pero que en ningún caso contratacase al otro lado de la frontera. ¡Como si eso fuera posible!
Ordenó convocar al embajador alemán para dar explicaciones. El diplomático le confirmó a Molotov que Alemania se consideraba en guerra con la URSS, y solamente cuando Molotov entró en el despacho de Stalin gritando “¡nos han declarado la guerra!”, aceptó desolado la realidad. “Hitler nos ha engañado”, fue su amargo comentario. Por cierto, a las 5.30 de la madrugada VonRibbentrop, ministro de Exteriores del Reich, hizo la declaración formal de guerra que Stalin había esperado.
Descubrir que Hitler había jugado con él fue un golpe tremendo para el ego de Stalin, pero era solo el primer trago de acíbar; los acontecimientos de los siguientes días irían empujándolo al pozo de la depresión cada vez más. La Unión Soviética no se enfrentaba solamente a una invasión, sino a un desastre militar sin parangón en la Historia.
La operación Barbarroja debía haber comenzado el 15 de mayo, aunque la necesidad de acudir en auxilio de su aliado italiano, que estaba siendo vapuleado en Grecia, obligó a Hitler a aplazarla cinco semanas. Ese retraso se revelaría vital cuando llegara el invierno sin haber alcanzado el objetivo fijado para la primera fase, la toma de Moscú, pero en los primeros meses parecía que el triunfo nazi sería irremediable.
Hitler lanzó al ataque el mayor ejército que habían conocido todos tiempos: dos millones y medio de hombres, casi 4.000 tanques, 2.800 aviones… Existe el tópico de que los soviéticos suplían con enormes masas de hombres sus deficiencias técnicas frente a los alemanes, pero en la operación Barbarroja Alemania contaba con superioridad numérica. Y sobre todo tenía una evidente superioridad de tecnología militar y de experiencia de combate –entre otras cosas las purgas de Stalin habían eliminado miles de oficiales-. Solamente en el primer día fueron destruidos 1.800 aviones rusos, dejando fuera de combate a la aviación soviética. El Ejército Rojo se derrumbó en todos los frentes, rindiéndose en masa. Cuando llegó el invierno los nazis tenían tres millones de prisioneros rusos y sus conquistas habían avanzado 700 kilómetros en territorio de la URSS.
Depresión y recuperación
El quinto día después del ataque sorpresa, Stalin no aguantó más las malas noticias, colapsó anímica y psicológicamente. Sin decir nada a nadie, el 27 de junio desertó de su puesto de mando y huyó a esconderse en su dacha. Durante tres días, el régimen donde la voluntad de una persona era la ley suprema, estuvo descabezado. Cuando fueron a reclamar su presencia varios miembros del Politburó, pensó que iban a matarlo, y estaba dispuesto a poner la cabeza en el tajo.
Sin embargo se rehizo y el 30 de junio regresó al Kremlin y retomó la dirección del Gobierno y de la guerra. Por fin, el 3 de julio de 1941, tuvo ánimos para dirigirse al pueblo por la radio. Era muy mal orador, pronunciando una arenga patética –“¡Os hablo a vosotros, amigos míos!”- pero efectiva, que terminaba con un “¡Adelante hacia la victoria!”.
Contra todo pronóstico en aquel momento, sería así.