La Ecumene, siglo IV A.C. · Alejandro Magno domina casi todo el mundo civilizado de su época, y desde entonces es evocado en Europa, Asia y África.
Los talibanes no solo implantaron una férrea dictadura en Afganistán y dieron cobijo al terrorismo islámico de Bin Laden, en su enloquecida interpretación del Corán prohibieron a los niños volar cometas y a los mayores, ir al cine, escuchar música o jugar al ajedrez. Pero la barbaridad talibán que alcanzó mayor repercusión mediática fue la destrucción de los budas de Bamiyán, unas gigantescas estatuas –hasta 55 metros- talladas en la montaña a 2.500 metros de altitud.
La razón, o sinrazón, que dieron los talibanes es que esas estatuas eran “ídolos” y, como tales, proscritos por el islam. Pero había un motivo especial en su inquina, que les obligó a meses de esfuerzos para hacerlas desaparecer, a base de cargas de dinamita y bombardeo desde tanques –“no es fácil”, se justificaba el ministro de Información talibán-. Y es que estos colosos eran una prueba viviente de cosmopolitismo, de la coexistencia entre culturas, lo contrario que predica el fundamentalismo islámico. Las imágenes del príncipe indio Buda vestido al estilo griego fueron levantados hacia el siglo VI y eran una de las últimas representaciones del arte greco-budista, que floreció en Asia durante mil años, desde las conquistas de Alejandro Magno hasta la expansión del islam. La herencia de Alejandro.
Los héroes de la Antigüedad buscaban convertirse en seres inmortales a través de la fama que dejarían tras de sí. Ninguno lo consiguió más cumplidamente que Alejandro de Macedonia, Alejandro Magno. No hay ningún otro protagonista de la Historia Antigua, ya sea rey o guerrero, cuya huella haya llegado hasta nuestros días tan clara y numerosa, únicamente le ganan los fundadores de religiones –Buda, Cristo, Mahoma- o los filósofos griegos.
El éxito de la memoria de Alejandro más allá de la cultura occidental –hay poemas épicos sobre Alejandro en la literatura europea, desde España a Suecia- se basa en que descubrió la ecumene, la idea de que el ancho mundo formaba una unidad que integraba a todos los hombres, por encima de razas, religiones y culturas. No lo descubrió con el espíritu de una ONG, precisamente, lo que concibió fue conquistar el mundo entero, pero no lo hizo al estilo de los antiguos invasores, que esclavizaban pueblos vecinos cuando no los masacraban, sino que buscaba unificarlo bajo un gobierno benéfico para todos… El suyo, por supuesto.
Lo extraordinario de esta figura histórica es que logró ambas cosas por un tiempo. Salió del estrecho localismo de Macedonia, un país atrasado y periférico de Grecia, y extendió su dominio hasta la India, casi todo el mundo civilizado de la época. Y junto a sus ejércitos llevó hasta allí la cultura helénica, que tantas huellas ha dejado. Además logró que los pueblos conquistados, en vez de aborrecerlo, entrasen en sus planes ecuménicos. Tras conquistar Persia, por ejemplo, hizo que 10.000 soldados macedonios de su ejército se casaran con muchachas persas, y él mismo se persificó tomando por esposa a una hija de Darío, el Gran rey.
Héroe de muchas literaturas
Una prueba de su éxito es cómo Alejandro se convertiría en un héroe de la literatura, el folclore y el arte de los países que conquistó, desde Egipto a la India pasando por Persia. En Egipto, por ejemplo, se elaboró una leyenda popular que hacía de Alejandro el hijo del último faraón egipcio, Nectanebo, y que conocemos al detalle porque la recogió Pseudo Calístenes en su fantástica Vida de Alejandro. Nectanebo abandonó la doble corona del Alto y el Bajo Egipto y desapareció ante la amenaza persa, pero el oráculo del Serapeo vaticinó que “el soberano huido regresará a Egipto no más viejo, sino más joven, y someterá a nuestros enemigos los persas”.
Según la leyenda, Nectanebo buscó refugio en la corte de Filipo de Macedonia, haciéndose pasar por mago y convirtiéndose en el adivino de la reina Olimpia. Llegó la noticia de que Filipo, siempre ausente haciendo guerras, iba a repudiar a Olimpia para casarse con otra. Olimpia acudió a consultar a Nectanebo, quien predijo que ella conservaría su posición de reina si se unía con Amón, el dios principal del panteón egipcio, y tenía con él un hijo semidivino que la protegería. Por la noche Nectanebo se disfrazó de Amón y entró en el dormitorio de Olimpia; de su copulación nacería Alejandro, que por tanto no sería hijo de Filipo, sino del último faraón.
Lo cierto es que cuando Alejandro conquistó Egipto, que seguía bajo dominio persa, no encontró resistencia, fue recibido como un libertador y proclamado faraón por los egipcios. Alejandro correspondió mostrando su adhesión a la cultura y la religión de Egipto: fundó en el Delta del Nilo la primera Alejandría, la más espléndida y en la que sería enterrado, y visitó el santuario de Amón en un remoto oasis del desierto líbico, donde fue consagrado por los sacerdotes, que le recibieron como hijo del dios y le vaticinaron la conquista del mundo. La figura de Alejandro fue incorporada por el arte egipcio, que le representa con la típica apariencia e indumentaria de un faraón en bajorrelieves como los del templo de Luxor, y en los jeroglíficos se le nombra con un largo nombre compuesto al estilo de los faraones: “Alejandro, el protector de Egipto, el elegido de Ra, amado de Amón”.
Más curioso aún es cómo incorporarían la figura de Alejandro a su cultura los persas, al fin y al cabo enemigos seculares de los griegos, que se enfrentaron en una terrible guerra al macedonio. Alejandro venció y humilló al Gran rey de los persas, Darío, lo convirtió en un fugitivo desposeído de todo y provocó indirectamente su muerte, pues lo asesinaron unos seguidores para congraciarse con el invasor. Sin embargo, Alejandro supo darle la vuelta a la relación: le rindió honores fúnebres a Darío e incluso se convirtió en su vengador, pues ejecutó a los traidores que lo habían matado. Además trató con gran consideración y respeto a la familia de Darío y se casó con una de sus hijas, de modo que también surgió la leyenda de que Alejandro era hijo de Darío.
En el siglo X, cuando Persia logró aflojar el dominio de los califas árabes, se produjo un renacimiento de la cultura autóctona, con el desarrollo de la lengua llamada nuevo persa. Uno de los protagonistas de este esplendor cultural fue el gran poeta Ferdosi, que por encargo de un príncipe persa escribió lo que se considera el poema nacional iraní, el
Shahnama o Libro de los Reyes. En esta obra épica se cuenta la historia de Persia desde el principio de los tiempos hasta la invasión árabe, y uno de sus grandes protagonistas es, naturalmente, Alejandro Magno, reivindicado como una gloria histórica propia.
Dos siglos después, el poeta épico persa Nizami escribió el Iskandernama o Libro de Alejandro, donde se relataban no solo sus hazañas, sino sus inquietudes espirituales, incluidas sus conversaciones con Aristóteles. El mismo sujeto alejandrino saltaría las fronteras y sería versificado en los siglos siguientes por el poeta indio Amir Khusrau, o por el turco Ahmedi. Todas estas obras literarias irían acompañadas, especialmente a partir del siglo XV, de ilustraciones como la de esta página, tanto en Persia como en la India o en Turquía, muchas de ellas obras maestras de la exquisita pintura persa.